miércoles, 26 de diciembre de 2012

TEMA PARA EL DEBATE

MANTI SHOPPING
Las mantas de la discordia
Gentileza: DEFENSORÍA DEL PUEBLO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES 
La venta callejera es más vieja que la Patria. Hoy día, ciertas veredas, plazas y alrededores de terminales ferroviarias devinieron en grandes emporios al aire libre. Aunque con menor desarrollo que en otros países de la región, esta modalidad informal del comercio generó un debate en torno al uso del espacio público, un ámbito del que nadie puede ser excluido.

Ya en la Buenos Aires colonial, el espacio público era un ámbito mercantil. No sólo por el tránsito de aguateros, lecheros, veleros, escoberos y mazamorreras que la liturgia escolar evoca en cada aniversario de la Revolución de Mayo. También porque los principales centros de abastecimiento se erigían en plazas o en baldíos de propiedad comunal llamados huecos.
En las primeras décadas del siglo XX, la venta callejera estuvo a cargo de inmigrantes que buscaban sobrevivir ofreciendo baratijas. En 1921, Armando Discépolo reflejó las vicisitudes de esos humildes trabajadores en su sainete Mustafá.
Pero no se necesita ser añoso para memorar a singulares personajes que puchereaban en la vía pública. Con su DNI en mano, Rodolfo González acredita ser menor que muchos rockstar vigentes y -ante sus incrédulos compañeros de oficina- cuenta que en épocas navideñas pasaba frente a su casa de Villa Luro un tipo que arreaba pavos y los vendía a los vecinos. También evoca a ciertos repartidores que el progreso sepultó en el olvido y menciona al hielero o los uniformados empleados de la Panificación Argentina que anunciaban a bocinazos la llegada de sus carros rojos y blancos cargados, entre otras cosas, con el entonces novedoso pan lactal.
Tito, un veterano buscavidas, asegura: hoy no es negocio caminar la calle. Tampoco rinde el timbreo porque es difícil enganchar a un cliente que te atiende por el portero eléctrico. Por eso, los que seguimos en esto preferimos laburar en colectivos, subtes o trenes, donde con un buen verso conquistás al pasajero y le vendes desde un alfajor hasta la última novedad china.

Manteros
Mientras la venta ambulante propiamente dicha pierde terreno, proliferaran los llamados manteros que no recorren el espacio público, sino que se asientan en él. En rigor, su presencia en la ciudad es más que bicentenaria: data de 1803, cuando se inauguró la Recova que partía en dos a la actual Plaza de Mayo y donde funcionó un mercado. Allí, bandoleros y manteros disputaban la clientela. Mientras los primeros exhibían su mercancía en mostradores rudimentarios llamados bandolas, los segundos la acomodaban en el piso sobre mantas o ponchos.
Sin el cobijo de la vieja Recova, los manteros de hoy trabajan a la intemperie en veredas y plazas. Su presencia incomoda a los comerciantes formales que les imputan ejercer un comercio ilegal y competir deslealmente; en fin, serias acusaciones que obliga a separar la paja del trigo.
Por empezar, en el espacio público se realizan actividades lucrativas autorizadas. Tal el caso de la elaboración y expendio de productos alimenticios regulado por la ley local 1166. Asimismo, desde el pasado diciembre, se admite la venta ambulatoria en la vía pública o en transportes públicos de baratijas o artículos similares, artesanías y, en general, la venta que no implique una competencia desleal efectiva para con el comercio establecido.
Así, el morocho que vende queso de campo en Rivadavia al 2200, frente al local de una cadena francesa de súpers, no competiría deslealmente con el gigante comercial que no ofrece ese producto y que–si lo hiciese- no vería afectado de manera efectiva su volumen de ventas.
Entonces, ¿cuántos son los que lucran en la vía pública al margen de las normas? Nadie lo sabe con certeza. A mediados de año, dos entidades empresarias dieron números dispares. Mientras la Cámara Argentina de Comercio (CAC) contabilizó 1.940 puestos de venta callejera ilegal en la ciudad, la Cámara Argentina de la Mediana Empresa (CAME) revelaba la existencia de 3.894 manteros que en junio pasado habrían hecho ventas por casi 95 millones de pesos.
De ser cierto, los manteros embolsarían una cifra interesante; aunque poco significativa frente a los 2.325 millones de pesos que en el último trimestre de 2011 facturaron los locales de los 18 shoppings porteños.
Por eso, las quejas contra la venta callejera no provienen de los grandes centros comerciales, sino de quienes tienen sus negocios sobre arterias frecuentadas por manteros. No es para menos; los quejosos pagan alquileres, costos financieros, impuestos y regalías a los dueños de las marcas que, según la Fundación ProTejer, sumarían entre un 82 y un 86 por ciento del precio de una prenda.
Al no afrontar esos gastos, los manteros pueden vender a unos 30 pesos la misma chomba que en mostradores cuesta 200. Por ello, el comercio formal alienta campañas que, en supuesta defensa del espacio público, buscan erradicarlos; objetivo que desde diciembre pasado lograron en la calle Florida.
Haciéndose eco de esos reclamos, Diego Santilli, ministro de Ambiente y Espacio Público de la Ciudad declaró en setiembre último: Tenemos un plan para controlar la venta ilegal y lo venimos llevando a cabo con éxito en el micro y macrocentro. Pronto ampliaremos estos controles para lograr ordenar este problema, que altera la tranquilidad de vecinos y comerciantes.
Es probable que comerciantes y autoridades se equivoquen. El problema que buscan solucionar no radica en los que usan el espacio público para ganarse el pan diario, sino en esa mezcla explosiva de alquileres desmesurados, impuestos regresivos, abusiva renta financiera e inexplicables costos de las etiquetas que encarece las mercancías. Si ello se modificara, el comercio formal recuperaría clientes y hasta podría capturar a quienes hoy viajan al exterior en tours de compras. De paso, se impulsaría la industria local y serían muchos los que conseguirían trabajo formal y dejarían de extender sus mantas en la vereda.

Aproximaciones al espacio público
Culminaba 2010 y Buenos Aires se conmovía con la tragedia del Parque Indoamericano. En medio de esa crisis, el Jefe de Gabinete porteño, Horacio Rodríguez Larreta, dijo: El espacio público no se negocia. Para la lógica del funcionario, el espacio público en disputa pertenecía al Estado y eran sus administradores quienes decidían qué hacer con él.
Más allá de aquella tensa coyuntura, los dichos de Larreta reavivaron una polémica en torno a qué es el espacio público. El interrogante es difícil de responder; a tal punto que la normativa argentina no lo define con precisión. Sin embargo, todos podemos reconocerlo y señalar entre sus componentes a las aceras y las calzadas, a los parques, plazas y plazoletas, a las playas y a cualquier otro sitio al que se accede sin exhibir título de propiedad, pagar entrada ni pedir permiso.
En un escrito reciente, Alicia Pierini -titular de la Defensoría del Pueblo- sostuvo: Así como el agua y el aire no tienen señor ni amo, el espacio público carece de dueño. Es, por el contrario, un bien social.
Tras concebirlo de ese modo, Pierini agregó: el espacio público es un ámbito de utilidad social. Sirve para correr maratones, para hacer fiestas y espectáculos o para protestar. Todo eso lo convierte en un escenario de la vida democrática donde la sociedad expresa sus alegrías y, por qué no, sus enojos.
En consecuencia, usar ese espacio es un derecho de todos que el Estado debe garantizar con su intervención. Por cierto, una intervención mínima a la hora de restringir su uso con la excusa de mantenerlo y mejorarlo; pero amplia cuando se trata de asegurar la vigencia de otros derechos fundamentales que en él se ejercen.
Y entre esos derechos hay uno que resulta supremo: el derecho a la vida, cuyo goce exige la realización de otros derechos, como el de trabajar para ganarse el sustento.
En las últimas décadas, los cambios económicos y tecnológicos transformaron los procesos productivos y expulsaron del empleo formal a grandes masas laborales. Nuestro país y nuestra ciudad no son ajenos a esa realidad. Así lo prueban los muchos trabajadores informales que hallan en el espacio público el ámbito que les permite satisfacer mínimamente sus necesidades básicas. Para ello ofrecen sus artesanías o revenden al menudeo productos adquiridos en el mercado mayorista. En sí misma, esa actividad no es ilegal y quienes la ejercen deberían recibir cierta protección estatal por pertenecer a los sectores más vulnerables.
Esta mirada no es compartida desde algunas oficinas gubernamentales que, con criterio restrictivo, consideran prohibida a la venta callejera; salvo que quien la haga cuente con un permiso especial. Visto con los ojos de quienes carecen de todo, un permiso especial para vender equivale a un permiso especial para vivir.
Si desde los escritorios oficiales no perciben esta cruel equivalencia, será preciso recordarles que –tanto en el espacio público como en el que no lo es- el Estado debe resguardar la dignidad de las personas, un bien que resulta mucho más valioso que los intereses mercantiles y los conflictos que ellos puedan suscitar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario